Érase
una vez un país que, a principios del siglo XX, caminaba, como el
resto de los países del viejo continente, hacia una sociedad
moderna, progresista y avanzada. Érase un país que se llamaba España.
Hacia
el año 1931, un día -tal como hoy- 14 de abril, se proclamaba en
España la II República que venía a terminar con el reinado de
Alfonso XIII, el -hasta entonces- último heredero de una dinastía
borbónica que llevaba reinando en el país desde el siglo XVIII,
evolucionando desde las formas de gobierno más absolutas hacia las
menos autoritarias, pero igualmente representativas de modelos
medievales de sociedad en los que la constante eran las diferencias
entre las clases sociales: las trabajadoras, explotadas y sin
derechos; la nobleza y el clero decidiendo los destinos de unos y de
otros en base a sus privilegios e intereses, con el poder y las armas
como herramienta de sometimiento, y ambos, clero y nobleza, alejados
del sufrimiento de los ciudadanos, sino provocándolo. La burguesía
en Francia había impulsado una revolución que terminó por poner
fin a aquel modelo de sociedad y -con el horizonte de la igualdad, la
libertad y la fraternidad por bandera- presagiaba el fin de los
privilegios y la consecución de una sociedad más justa. Desde allí
se fue extendiendo al resto de Europa y del mundo y, por supuesto,
España no podía ser menos.
En
España, ya había habido anteriormente un intento de constituirse en
República, el 11 de febrero de 1873, tras la renuncia de Amadeo I,
pero, en una España dividida -esa España siempre dividida, incapaz
de dirimir sus conflictos mediante el diálogo, el consenso y la
negociación-, un golpe militar terminó con la esperanza de avanzar
en los principios de igualdad, de justicia y de democracia. Una vez
más, las fuerzas armadas se aliaron con la monarquía y, en la
persona de Alfonso XII, instituyeron de nuevo a los Borbones al
frente de la más alta Institución del país, de su más alta
representación: la Jefatura del Estado. Con ella volvieron, a su
persona y a sus descendientes, todos los privilegios que nadie más
que ellos, podía ostentar. Ningún otro mortal podía detentar lo
que, por derecho, debería poder corresponder a cualquier ciudadano
de un país, dando al traste, una vez más, con el principio de
igualdad.
Tras
varios años convulsos, en los que la democracia parecía vencer a
cualesquiera otras formas de gobierno en los países que aspiraban a
llamarse civilizados y a pesar de las incursiones dictatoriales
militares -que siempre fueron una constante en el devenir democrático
del país- allá por el año 1931, tras unas elecciones municipales
que fueron consideradas como una especie de plebiscito entre
Monarquía y República, Alfonso XIII abandonó España dando lugar a
esa II República que parecía consolidar ya a un país liberado de
los privilegios de la nobleza en la que, por fin, el pueblo, a través
de sus representantes legítimamente elegidos en las urnas, se dotaba
de un Gobierno y de una Jefatura del Estado democrática. La
Constitución de 1931 vino a corroborar ese deseo de libertad, de
igualdad y de justicia, convirtiéndose en una de las constituciones
más avanzadas y progresistas de su tiempo.
Más
no era aquel un país en el que los ricos y poderosos estuviesen
dispuestos a renunciar a sus privilegios. Aquellos que siempre se
consideraron superiores al resto de los ciudadanos -la mayoría de
ellos, tan sólo por razón de nacimiento y herencia-, aquellos
caciques que estaban acostumbrados a que les sirvieran, a hacerse aun
más ricos y más poderosos con el sudor de los pobres, no aceptaron
un modelo de igualdad en el que los menos favorecidos tuvieran
derechos y oportunidades. Los privilegiados, acostumbrados a ostentar
cargos en los respectivos gobiernos, vieron peligrar su estatus con
esta nueva forma de Gobierno que, no obstante, habría podido traer
un futuro digno y prospero al país casi un siglo antes. Y de nuevo,
ese país dividido, ese país incapaz de vivir en paz, ese país
representado por intereses partidistas, creó el caldo de cultivo
idóneo para que aquéllos, a través de las armas, viesen el momento
de recuperar el estatus perdido y un nuevo golpe de Estado Militar
provocó una cruenta guerra civil; una guerra de hermanos y entre
hermanos; una guerra, en la que, como siempre suele suceder en estos
casos, no venció la razón sino quién tuvo más armas -amen de
oscuros apoyos del incipiente fascismo que pretendía imponerse en
Europa-, más dinero, más influencia, más poder... Y, por tanto,
aquellos fueron los que ganaron la guerra a costa de dejar un país
destruido y hundido en la miseria.
Y
aquel Gobierno, legítimamente elegido en las urnas, fue expulsado
por un dictador llevándose con él todo un amplio espectro de
derechos y, con ellos, el sueño de millones de personas de las
clases más humildes: el sueño de millones de familias de trabajar
en condiciones dignas por un salario justo; el sueño de millones de
ciudadanos a elegir a sus representantes y a decidir sobre su
gobierno, sobre las leyes que habrían de regir sus destinos; el
sueño de millones de mujeres de tener los mismos derechos que tenían
los hombres -que tampoco era tanto pedir si lo miramos desde la
perspectiva actual-; el sueño de muchos padres de que sus hijos
pudieran tener acceso a una educación de calidad que les permitiese
vivir una vida mejor que la que muchos de ellos habían vivido, entre
opresión y explotación; el sueño de quienes querían tener sus
propias creencias y convicciones y ejercerlas con respeto y en
libertad; el sueño de poder hablar, de poder no comulgar con una
religión que por fin había dejado de ser oficial.
Franco
se erigió en el poder sobre el bien y sobre el mal e impuso el miedo
-nada menos que durante casi 40 años- con el poder de las armas y la
represión y con el apoyo de las clases más adineradas. Y aquella
dictadura sustituyó los derechos por concesiones graciables, que
podían ser otorgadas, o no, según de quien se tratase y según cómo
se comportase, actuase y apoyase su régimen absolutista; de la misma
forma que quien se declarase contrario a él, tenía sus horas
contadas.
Y
por si hubiese sido poco el sufrimiento que trajo aquella guerra -y
la dictadura posterior- a millones de personas en este país, un buen
día, no se sabe muy bien para contentar a quién o con que
finalidad, decidió buscarnos un heredero de su régimen. Y nada más
representativo de cómo había sido su dictadura y su ideología, que
una monarquía. Y decidió devolver a los Borbones el privilegio de
convertirse, de nuevo, en la más alta Institución y representación
de nuestro país. Hay quien opina que esperaba que la persona de D.
Juan Carlos mantuviera su régimen dictatorial y que le salió rana
cuando, a su muerte, aquel se declaró partidario de la Monarquía
Parlamentaria. Yo, sin embargo, creo que todo estuvo, desde un
principio, ideado así y que muchos otros intereses económicos e
ideológicos así lo decidieron para poder darle a este país, frente
al resto del mundo, una imagen de democracia tras 40 años de poder
dictatorial, tan dictatorial como pudieron serlo en tiempos más
recientes, Houssein o Moubarak, por poner algunos ejemplos.
Sin
embargo, mal empezó la cosa desde el principio, para mi gusto, pues
mal cuadraba en una Constitución en la que se proclamaba el derecho
a la igualdad y la prohibición de la discriminación por razón de
sexo, que en lo que se refería a la Corona, traicionaran directa y
duramente ese principio anteponiendo, por ejemplo, el sexo del varón
al de la hembra. ¿Acaso tenía razón de ser tal atropello a las
mujeres en alguna Institución? Pues no, bajo mi punto de vista
ninguna, salvo que poco o nada tiene que ver la Institución de la
Corona con los principios constitucionales de igualdad, de justicia
ni con la democracia que proclama. Por no hablar del privilegio de
nacer con el derecho de ser el Jefe de un Estado que se denomina
democrático y en el que, supuestamente, todos los ciudadanos son
iguales ante las leyes, no desde luego en esta Constitución. Ningún
ciudadano de este país tiene hoy en día el mismo derecho que tiene
Felipe de Borbón o que tendrá, si nada cambia, dicen que su hija
Leonor, claro está que algo sí que tendrá que cambiar para que lo
sea, porque a día de hoy, la propia discriminación constitucional
tal vez no le daría esa oportunidad.
Pero
así lo hicieron y consiguieron que la gente lo aceptara votándolo
como parte integrante de la Constitución y más -creo yo- porque lo
vendieron como la única posibilidad de equilibrar las fuerzas y los
intereses de quienes intentaban tomar posiciones en ese nuevo
espectro que suponía la transición y por el miedo a que cualquier
otra postura más radical condujera a un nuevo golpe de Estado, que
porque realmente el pueblo tuviera ningún interés en que
volviésemos a tener a un Jefatura del Estado privilegiada y
hereditaria en un momento en que podíamos, de nuevo y por fin,
volver a aspirar a una verdadera igualdad.
Más
por si era poco, encima, a nosotros sí que nos han salido ranas.
Decidieron que querían casarse con quienes eligieran y por amor
pero, para mi gusto, ninguno de los tres Borbones ha sabido elegir lo
que correspondía a su privilegiado estatus. Contaban con el
asentimiento de la ciudadanía porque nos ocultaban sus verdaderas
vidas y ofrecían, entre prensa rosa y respeto a la Institución, una
imagen falsa de quienes eran y de como vivían. Pero ahora, parte de
ello, ha salido a la luz. Tal vez porque otros intereses lo permiten
o fomentan pero hoy es el día en que se ha destapado la farsa. No
sólo son seres humanos como los demás, sino que, en el peor de los
casos, pueden ser tal vez peores que muchos de nosotros. Ahora la Corona, está inmersa en procesos
judiciales que, seguramente, no son más por el respeto que todavía
se les ofrece y la protección que reciben desde los medios
Institucionales y de comunicación. Pero ya a casi nadie se le escapa
que tan sólo vemos la punta de un iceberg que se resquebraja por sus
bases y que muchos deseamos que caiga ya de una vez.
Han
pasado 40 años de dictadura y casi otros 40 de “supuesta”
democracia y no sé que es lo que impide ahora, de una vez por todas,
que España recupere su normalidad democrática, la que en 1936, no
debió perder.
Bueno,
tal vez sí que lo sé o lo sospecho. Ahora es el fantasma de la crisis el que nos
aprieta los machos y nos lleva a tragar, a volver a tragar, a seguir
tragando el hecho de que antes, ahora y siempre ha sido y es el
dinero -y el poder que otorga a quienes lo acaparan- lo que nos
somete y esclaviza bajo la apariencia de que vivimos en un Estado de
Derecho, bajo la ilusión de que tenemos derechos y que además
podemos ejercerlos cuando la realidad es que los derechos, cada día
más, los da el dinero y, tal vez, es por eso por lo que cada día
nos empobrecen más y más, desde todas las Instituciones, aunque me
duela decirlo, creerlo y sentirlo.
Pidamos
de una vez por todas la III República y promovamos desde ella el
cambio hacia la verdadera justicia, la verdadera democracia y la
verdadera igualdad, sobre la base de la solidaridad y poniendo el
dinero y el capital a su servicio, a nuestro servicio, al servicio de
los ciudadanos y de la sociedad. De lo contrario, los ricos y
poderosos, los de siempre, no tardarán en ponernos a todos de nuevo
a su servicio, en condiciones de semi-exclavitud, y teniendo que dar
las gracias por recibir, de ellos, lo que deberían ser nuestros
derechos por el mero hecho de ser personas y ciudadanos.
Eso
en el supuesto de que no lo hayan logrado ya.