Recuerdo
aquellos días de febrero del año 2012, apenas llegado al Gobierno
el Partido Popular, cuando ya empezaba a vislumbrarse que todas
aquellas promesas electorales habían servido, única y
exclusivamente, para obtener el poder, para más “INRI” -entre
estúpido castigo e incauta abstención- con mayoría absoluta.
Recuerdo
mi pacífica expectación, respetuosa como me gusta ser de la
democracia, sobre como transcurriría aquella legislatura que acababa
de comenzar. El Partido Popular había ganado, eso era un hecho, y en
sus manos estaba el Gobierno de España. Habían prometido no tocar
pensiones, sanidad ni educación y se habían erigido en el partido
de los trabajadores, merced a su supuesta milagrosa capacidad de
crear puestos de trabajo y calidad de vida. Debía pues aparcar mis
recelos -creyéndoles como les creía herederos del régimen dictatorial- y dejarles trabajar. Al fin y al cabo, lo
importante era remontar la terrible crisis que cada día se cebaba
más con los millones de parados que, por entonces, ya eran muchos
más de los que un país desarrollado se podía permitir.
Fue
entonces cuando se despertó la primavera valenciana.
Lejos
quedan ya en la memoria de los españoles -que por lo demás ha
demostrado ser débil y a corto plazo- aquellos días en que, quienes
vivíamos en Valencia, pudimos experimentar en primera persona, cómo
tenía pensado conseguir sus objetivos el Partido Popular. Y eso que,
por entonces, aun no habíamos percibido con tanta claridad como lo
hacemos hoy en día, quienes iban a ser los verdaderos beneficiarios
y las verdaderas víctimas de sus manejos políticos y económicos. Lo intuíamos,
eso sí es verdad.
Cuando
empezaron en Valencia las protestas, porque
para entonces la ruina del Pais Valenciano era ya evidente y
palpable; cuando empezaron a salir de los cajones las facturas
pendientes de pago, ocultadas por el ayuntamiento y el gobierno
autonómico; cuando empezaba a caerse la fantasía que habían creado
a base de grandes construcciones y fastuosos eventos; cuando las
farmacias tuvieron que dejar de suministrar medicamentos que no
podían pagar por la deuda que la Consejería de Sanidad tenía con
ellos; cuando profesores y alumnos de los colegios públicos -esto es
niños de “primaria” de entre 4 y 12 años, y de ESO, de entre 12
y 16- salieron a la calle en el Colegio Luis Vives para que la
sociedad fuese consciente de la situación económica real de las
arcas de la Comunidad Valenciana, la Delegada del Gobierno, Dª Paula
Sánchez de León, vistió a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del
Estado con sus mejores galas (chalecos antibalas, cascos, escudos,
porras e incluso pelotas de goma) y envió sus hordas a la puerta del
Colegio para sofocar tamaña insurrección.
Cierto
es que por unos días la sociedad valenciana se convirtió en una
sola voz pidiendo la dimisión de aquel cargo público, nombrado por
el Gobierno, por semejante estupidez (por no llamarlo abuso de
autoridad o cualquier otro término más ajustado a Derecho, que seguro
existe). Y cierto que de nada sirvió que durante días, la
ciudadanía, especialmente la juventud, se lanzase a las calles a
pedir justicia para los apaleados y detenidos, para que nunca más
tales despropósitos pudieran volver a repetirse en un país que se
decía Estado social y democrático, donde los ciudadanos tenían
derecho a manifestar cuál era la realidad que estaban viviendo.
Tan
cierto como que el 99% de las protestas fueron absolutamente
pacíficas; tanto, que la policía terminó custodiando las
manifestaciones con sus normales atuendos de gorras con visera, una
vez toda la prensa internacional -todo hay que decirlo- estuvo encima
y pendiente de lo que en aquella primavera valenciana, estaba
sucediendo en España; tan cierto como que la televisión autonómica,
en manos desde hacía años del Partido Popular, silenció, manipuló
y tergiversó a su antojo, como reconocen ahora que ya ni existen;
tan cierto como que las fallas lograron acabar con aquella cremá, en
el momento en que empezaron a aparecer sobre las calles de Valencia
las primeras luces, las primeras churrerías y los primeros ninots.
A
aquella solidaria manifestación popular de rechazo a la violencia
gubernamental, que fue la única violencia que hubo, siguieron
sanciones y juicios, la mayoría de ellos sobreseídos, pues en aquel
momento, en el que todavía parecía respirarse un respeto por los
derechos de los ciudadanos y por la democracia en este país, el
gobierno no tenía legitimidad para hacer lo que pretendió hacer:
acabar por la fuerza con cualquier resquicio de oposición al régimen
“mayoría-absolutista” que pretendía implantar en este país.
Pero
no es fácil silenciar a la ciudadanía, menos cuanto más oprimida
se siente y cuanto menos tiene que perder. Los acontecimientos que
han tenido lugar durante estos dos años, sobra relatarlos: desde la
lucha anti-desahucios pasando por la defensa de una sanidad pública
que pretenden regalar y el derecho a la Educación sin intromisiones
políticas ni interesadas, hasta los sucesos en Gamonal, todos son
ejemplos, como lo son todas y cada una de las medidas que ha ido
tomando este Gobierno, con poder legítimo absoluto, si obviamos las
mentiras que dijeron y las verdades que ocultaron para conseguirlo.
De
aquellos barros, estos lodos. Hoy es la Ley de Seguridad Ciudadana la
que con su supremacía parlamentaria, fruto de leyes de
representación injustas e interesadas, pretende legalizar lo que
hasta ahora es ilegal.
Poco importa si dentro de unos años las aguas
vuelven a su cauce y otro Tribunal Constitucional acaba dictaminando
que todas las leyes que este Gobierno está promulgando no son
constitucionales -desde luego que de conformidad con el espíritu
inicial de la Constitución, bajo mi humilde opinión, no lo son-, porque a ellos no les importa nuestro futuro, probablemente ni
siquiera el suyo, sino su presente. Y este pasa por acallar a todo
aquel que pretenda sacar a la luz las vergüenzas de quienes ostentan el poder político o económico, que desgraciadamente, cada día está más próximo a ser lo mismo.
A
día de hoy, la mayor parte de las protestas sociales son pacíficas
y en nuestro país han descendido los delitos,
con excepción de los robos en domicilios y me apuesto un dedo
meñique a que no entran en las casas que tienen sofisticados
sistemas de seguridad, sino en aquellas a las que es más fácil
acceder y donde apenas hay qué robar.
Y
ahora pensad: ¿de verdad esta Ley de Seguridad está ideada para
protegernos a la mayoría de los ciudadanos, a los humildes, a los
verdaderos desprotegidos por este sistema?
Mucho
me temo que no.
Suscribo este magnífico articulo de Ana Isabel Hernandez Merino-
ResponderEliminar¡Chapeau!
Un abrazo enorme