domingo, 14 de abril de 2013

#14A VIVA LA REPUBLICA!


Érase una vez un país que, a principios del siglo XX, caminaba, como el resto de los países del viejo continente, hacia una sociedad moderna, progresista y avanzada. Érase un país que se llamaba España.
Hacia el año 1931, un día -tal como hoy- 14 de abril, se proclamaba en España la II República que venía a terminar con el reinado de Alfonso XIII, el -hasta entonces- último heredero de una dinastía borbónica que llevaba reinando en el país desde el siglo XVIII, evolucionando desde las formas de gobierno más absolutas hacia las menos autoritarias, pero igualmente representativas de modelos medievales de sociedad en los que la constante eran las diferencias entre las clases sociales: las trabajadoras, explotadas y sin derechos; la nobleza y el clero decidiendo los destinos de unos y de otros en base a sus privilegios e intereses, con el poder y las armas como herramienta de sometimiento, y ambos, clero y nobleza, alejados del sufrimiento de los ciudadanos, sino provocándolo. La burguesía en Francia había impulsado una revolución que terminó por poner fin a aquel modelo de sociedad y -con el horizonte de la igualdad, la libertad y la fraternidad por bandera- presagiaba el fin de los privilegios y la consecución de una sociedad más justa. Desde allí se fue extendiendo al resto de Europa y del mundo y, por supuesto, España no podía ser menos.
En España, ya había habido anteriormente un intento de constituirse en República, el 11 de febrero de 1873, tras la renuncia de Amadeo I, pero, en una España dividida -esa España siempre dividida, incapaz de dirimir sus conflictos mediante el diálogo, el consenso y la negociación-, un golpe militar terminó con la esperanza de avanzar en los principios de igualdad, de justicia y de democracia. Una vez más, las fuerzas armadas se aliaron con la monarquía y, en la persona de Alfonso XII, instituyeron de nuevo a los Borbones al frente de la más alta Institución del país, de su más alta representación: la Jefatura del Estado. Con ella volvieron, a su persona y a sus descendientes, todos los privilegios que nadie más que ellos, podía ostentar. Ningún otro mortal podía detentar lo que, por derecho, debería poder corresponder a cualquier ciudadano de un país, dando al traste, una vez más, con el principio de igualdad.
Tras varios años convulsos, en los que la democracia parecía vencer a cualesquiera otras formas de gobierno en los países que aspiraban a llamarse civilizados y a pesar de las incursiones dictatoriales militares -que siempre fueron una constante en el devenir democrático del país- allá por el año 1931, tras unas elecciones municipales que fueron consideradas como una especie de plebiscito entre Monarquía y República, Alfonso XIII abandonó España dando lugar a esa II República que parecía consolidar ya a un país liberado de los privilegios de la nobleza en la que, por fin, el pueblo, a través de sus representantes legítimamente elegidos en las urnas, se dotaba de un Gobierno y de una Jefatura del Estado democrática. La Constitución de 1931 vino a corroborar ese deseo de libertad, de igualdad y de justicia, convirtiéndose en una de las constituciones más avanzadas y progresistas de su tiempo.
Más no era aquel un país en el que los ricos y poderosos estuviesen dispuestos a renunciar a sus privilegios. Aquellos que siempre se consideraron superiores al resto de los ciudadanos -la mayoría de ellos, tan sólo por razón de nacimiento y herencia-, aquellos caciques que estaban acostumbrados a que les sirvieran, a hacerse aun más ricos y más poderosos con el sudor de los pobres, no aceptaron un modelo de igualdad en el que los menos favorecidos tuvieran derechos y oportunidades. Los privilegiados, acostumbrados a ostentar cargos en los respectivos gobiernos, vieron peligrar su estatus con esta nueva forma de Gobierno que, no obstante, habría podido traer un futuro digno y prospero al país casi un siglo antes. Y de nuevo, ese país dividido, ese país incapaz de vivir en paz, ese país representado por intereses partidistas, creó el caldo de cultivo idóneo para que aquéllos, a través de las armas, viesen el momento de recuperar el estatus perdido y un nuevo golpe de Estado Militar provocó una cruenta guerra civil; una guerra de hermanos y entre hermanos; una guerra, en la que, como siempre suele suceder en estos casos, no venció la razón sino quién tuvo más armas -amen de oscuros apoyos del incipiente fascismo que pretendía imponerse en Europa-, más dinero, más influencia, más poder... Y, por tanto, aquellos fueron los que ganaron la guerra a costa de dejar un país destruido y hundido en la miseria.
Y aquel Gobierno, legítimamente elegido en las urnas, fue expulsado por un dictador llevándose con él todo un amplio espectro de derechos y, con ellos, el sueño de millones de personas de las clases más humildes: el sueño de millones de familias de trabajar en condiciones dignas por un salario justo; el sueño de millones de ciudadanos a elegir a sus representantes y a decidir sobre su gobierno, sobre las leyes que habrían de regir sus destinos; el sueño de millones de mujeres de tener los mismos derechos que tenían los hombres -que tampoco era tanto pedir si lo miramos desde la perspectiva actual-; el sueño de muchos padres de que sus hijos pudieran tener acceso a una educación de calidad que les permitiese vivir una vida mejor que la que muchos de ellos habían vivido, entre opresión y explotación; el sueño de quienes querían tener sus propias creencias y convicciones y ejercerlas con respeto y en libertad; el sueño de poder hablar, de poder no comulgar con una religión que por fin había dejado de ser oficial.
Franco se erigió en el poder sobre el bien y sobre el mal e impuso el miedo -nada menos que durante casi 40 años- con el poder de las armas y la represión y con el apoyo de las clases más adineradas. Y aquella dictadura sustituyó los derechos por concesiones graciables, que podían ser otorgadas, o no, según de quien se tratase y según cómo se comportase, actuase y apoyase su régimen absolutista; de la misma forma que quien se declarase contrario a él, tenía sus horas contadas.
Y por si hubiese sido poco el sufrimiento que trajo aquella guerra -y la dictadura posterior- a millones de personas en este país, un buen día, no se sabe muy bien para contentar a quién o con que finalidad, decidió buscarnos un heredero de su régimen. Y nada más representativo de cómo había sido su dictadura y su ideología, que una monarquía. Y decidió devolver a los Borbones el privilegio de convertirse, de nuevo, en la más alta Institución y representación de nuestro país. Hay quien opina que esperaba que la persona de D. Juan Carlos mantuviera su régimen dictatorial y que le salió rana cuando, a su muerte, aquel se declaró partidario de la Monarquía Parlamentaria. Yo, sin embargo, creo que todo estuvo, desde un principio, ideado así y que muchos otros intereses económicos e ideológicos así lo decidieron para poder darle a este país, frente al resto del mundo, una imagen de democracia tras 40 años de poder dictatorial, tan dictatorial como pudieron serlo en tiempos más recientes, Houssein o Moubarak, por poner algunos ejemplos.
Sin embargo, mal empezó la cosa desde el principio, para mi gusto, pues mal cuadraba en una Constitución en la que se proclamaba el derecho a la igualdad y la prohibición de la discriminación por razón de sexo, que en lo que se refería a la Corona, traicionaran directa y duramente ese principio anteponiendo, por ejemplo, el sexo del varón al de la hembra. ¿Acaso tenía razón de ser tal atropello a las mujeres en alguna Institución? Pues no, bajo mi punto de vista ninguna, salvo que poco o nada tiene que ver la Institución de la Corona con los principios constitucionales de igualdad, de justicia ni con la democracia que proclama. Por no hablar del privilegio de nacer con el derecho de ser el Jefe de un Estado que se denomina democrático y en el que, supuestamente, todos los ciudadanos son iguales ante las leyes, no desde luego en esta Constitución. Ningún ciudadano de este país tiene hoy en día el mismo derecho que tiene Felipe de Borbón o que tendrá, si nada cambia, dicen que su hija Leonor, claro está que algo sí que tendrá que cambiar para que lo sea, porque a día de hoy, la propia discriminación constitucional tal vez no le daría esa oportunidad.
Pero así lo hicieron y consiguieron que la gente lo aceptara votándolo como parte integrante de la Constitución y más -creo yo- porque lo vendieron como la única posibilidad de equilibrar las fuerzas y los intereses de quienes intentaban tomar posiciones en ese nuevo espectro que suponía la transición y por el miedo a que cualquier otra postura más radical condujera a un nuevo golpe de Estado, que porque realmente el pueblo tuviera ningún interés en que volviésemos a tener a un Jefatura del Estado privilegiada y hereditaria en un momento en que podíamos, de nuevo y por fin, volver a aspirar a una verdadera igualdad.
Más por si era poco, encima, a nosotros sí que nos han salido ranas. Decidieron que querían casarse con quienes eligieran y por amor pero, para mi gusto, ninguno de los tres Borbones ha sabido elegir lo que correspondía a su privilegiado estatus. Contaban con el asentimiento de la ciudadanía porque nos ocultaban sus verdaderas vidas y ofrecían, entre prensa rosa y respeto a la Institución, una imagen falsa de quienes eran y de como vivían. Pero ahora, parte de ello, ha salido a la luz. Tal vez porque otros intereses lo permiten o fomentan pero hoy es el día en que se ha destapado la farsa. No sólo son seres humanos como los demás, sino que, en el peor de los casos, pueden ser tal vez peores que muchos de nosotros. Ahora la Corona, está inmersa en procesos judiciales que, seguramente, no son más por el respeto que todavía se les ofrece y la protección que reciben desde los medios Institucionales y de comunicación. Pero ya a casi nadie se le escapa que tan sólo vemos la punta de un iceberg que se resquebraja por sus bases y que muchos deseamos que caiga ya de una vez.
Han pasado 40 años de dictadura y casi otros 40 de “supuesta” democracia y no sé que es lo que impide ahora, de una vez por todas, que España recupere su normalidad democrática, la que en 1936, no debió perder.
Bueno, tal vez sí que lo sé o lo sospecho. Ahora es el fantasma de la crisis el que nos aprieta los machos y nos lleva a tragar, a volver a tragar, a seguir tragando el hecho de que antes, ahora y siempre ha sido y es el dinero -y el poder que otorga a quienes lo acaparan- lo que nos somete y esclaviza bajo la apariencia de que vivimos en un Estado de Derecho, bajo la ilusión de que tenemos derechos y que además podemos ejercerlos cuando la realidad es que los derechos, cada día más, los da el dinero y, tal vez, es por eso por lo que cada día nos empobrecen más y más, desde todas las Instituciones, aunque me duela decirlo, creerlo y sentirlo.
Pidamos de una vez por todas la III República y promovamos desde ella el cambio hacia la verdadera justicia, la verdadera democracia y la verdadera igualdad, sobre la base de la solidaridad y poniendo el dinero y el capital a su servicio, a nuestro servicio, al servicio de los ciudadanos y de la sociedad. De lo contrario, los ricos y poderosos, los de siempre, no tardarán en ponernos a todos de nuevo a su servicio, en condiciones de semi-exclavitud, y teniendo que dar las gracias por recibir, de ellos, lo que deberían ser nuestros derechos por el mero hecho de ser personas y ciudadanos.
Eso en el supuesto de que no lo hayan logrado ya.