viernes, 20 de diciembre de 2013

LA CAJITA DE METACRILATO

Lo veo allí cada mañana cuando me dirijo a mi trabajo. Antes no estaba. Lleva haciéndolo, aproximadamente, desde septiembre.
Me llamó la atención su vestimenta: gorra, pantalón de paño, camisa y chaqueta de punto; limpio, podría decir que prácticamente impecable. Me recordó a la indumentaria que solían vestir, primero mi abuelo y después mi padre; personas honradas que a fuerza de mucho trabajo y poco descanso, por dar a sus descendientes una mejor vida que la que ellos tuvieron, consiguieron alzarse al nivel de familia de las que vinieron en llamar “clases medias” en este país.
No sabría adivinar su edad pero, en un alarde de imaginación, calculo que ya debió cumplir los ochenta, aunque también podrían ser muchos menos porque cuando la vida azota, la lozanía cae a plomo.
Está sentado en una silla de campo que baja de casa y, con una pequeña caja de metacrilato entre sus cansadas manos, pide.
Bueno, decir que pide, es mucho decir porque ni hay cartel que así lo indique ni él dice nunca nada. Tan sólo, cuando alguien echa alguna que otra moneda en su cajita, da las gracias; nunca una sola vez, siempre varias; que no quede ninguna duda de que lo agradece de corazón. Y es entonces, y sólo entonces, cuando esboza una débil sonrisa.
Se coloca en la confluencia de una pequeña calle por la que apenas circulan vehículos y una avenida principal de mucho trafico, justo al lado del semáforo que atraviesa esta. Cruzar esa avenida me deja el tiempo suficiente para rebuscar en el bolso mi pequeño monedero y sacar las monedas sueltas que llevo.
El rito es prácticamente diario desde hace casi tres meses.
Siempre voy deprisa y nunca tengo tiempo de hablar con él, de que me cuente cómo de mal le ha tratado la vida; por qué necesita dinero; de qué otra forma podría ayudarle.
Pero lo cierto es que ni yo necesito saberlo (porque llevo 10 años haciendo el mismo recorrido y jamás le vi) ni creo que pudiera ayudar a tanta gente como lo necesita hoy en día; de la misma forma que intuyo que no ha sido la vida la que le ha tratado mal; con la misma certeza de saber lo injustas que están siendo, con tantos mayores y con tantos humildes como él, las leyes con las que nos gobiernan. A veces creo que quienes aprueban esas leyes (y tal vez merced a sus votos) o no han tenido padres o no han conocido de cerca la pobreza y, esto último, seguro que es así.
Un frío día, tras depositar las monedas, darle los buenos días y recibir su agradecida sonrisa, se me acercó un joven que llevaba a su hija al Colegio. Aquel joven, vecino del barrio, me dijo que el anciano sólo estaba allí un rato y que, tan pronto se hacía con un pequeño capital, se acercaba al Mercadona, hacía la compra y se iba a casa.
¡Que gran ironía! Yo que no compro en Mercadona para no hacer más rico a quien amasa tan inmensa fortuna y resulta que el dinero con el que intento ayudar a quienes creo que no son sino víctimas del mismo sistema que a aquel enriquece, acaba engrosando sus beneficios. De igual forma sucede en muchas de las compras que las personas de a pie hacen para donar a los comedores sociales.
Me pregunto si no hay otra manera de organizar la producción, la venta y el consumo y sé que sí, pero que no interesa a quienes gustan de acaparar toda la riqueza y manejar todos los hilos.
Pero en fin, esto, como tanto, son cosas de este sistema que permite que sean los mismos quienes obtengan beneficio de todo, hasta de la caridad.
Y sí, digo caridad porque cada día es más necesaria la caridad; porque este sistema no es justo; porque en un sistema que es justo y donde hay igualdad y justicia, sobra la caridad.
Y todo porque no queremos ser conscientes de que un Estado que no protege a todos sus ancianos, a todos sus niños, donde las personas que no tienen acceso a la supervivencia, no reciben amparo, es un Estado fracasado.
Porque, en un sistema que puede conspirar para que los Estados enriquezcan a los poderosos y dejen en la miseria a la mayoría de los ciudadanos que votan y eligen representantes para que velen por sus intereses, hay muchas cosas que cambiar.
Porque cuando los ciudadanos, a pesar de ver todo lo que está mal, se limitan a esperar a las próximas elecciones para poder cambiar un gobierno por otro, sin exigirles ni un ápice de responsabilidad durante la legislatura, sin importarles que unos y otros sirvan a los mismos intereses, se convierten en cómplices de que esta sea una sociedad injusta a la que la caridad, no va a salvar.
En esta época en la que todos nos llenamos la boca de palabras como paz, amor y felicidad, creo que deberíamos reflexionar un poco. Y no penséis que con esto quiero hacer un llamamiento al espíritu navideño, sobre todo porque no creo en él. 
Porque creo que, hoy en día, la Navidad se ha convertido en una farsa más de este sistema, una de las más absurdas e hipócritas (mirad sino como se derrocha en luz con el dinero público mientras muchos no pueden ni calentar sus hogares); en una ilusión que alienta una pasajera y supuesta felicidad para disfrazar su verdadera cara: la cara de los mismos intereses económicos a los que alimenta incitando al consumo, un consumo que es ya tan global como el propio neoliberalismo que cada día enriquece más a los que ya son de por sí los más ricos, aquí y en cada rincón del planeta; un teatro que contribuye a perpetuar los ritos y los intereses de una religión cristiana, a la que no parece importarle que el mundo siga lleno de pesebres, en el más amplio sentido de la palabra.
Porque ni siquiera los que creen en ese Niño Dios, Hijo de Dios, son conscientes de que aquel hombre vino a traer a este mundo un ejemplo de vida del que se proclaman seguidores pero que muy pocos siguen. Porque creo que cada pobre que sufre en este mundo, es un clavo con el que ese niño, cuya natividad teóricamente celebran, sigue muriendo en aquella cruz.
Sólo así se puede entender que habiendo tantos que se dicen cristianos, después de veinte siglos, este no sea un mundo más justo y mejor; un mundo como, sin duda, aquel hombre soñó. Porque de nada sirve predicar, si no es con el ejemplo y ese ejemplo, en muchos de los casos, es más una vergüenza si no una traición. Ganas me dan de llorar cuando pienso cuantas leyes sobrarían si todos respetásemos aquellos “Diez mandamientos” que ni siquiera los moralmente obligados por su religión, están dispuestos a cumplir.
Como siempre, no pretendo estar en posesión de la verdad ni de la razón.
En realidad, como siempre, mis opiniones no aspiran a ser más que una llamada de atención a todo lo que le está pasando a esta sociedad que se empeña en mirar siempre para otro lado.
Sólo espero que trabajemos todos unidos, todos las personas que tenemos buenos sentimientos, para que esos políticos, que dicen representarnos, sepan que no estamos dispuestos a tolerar que se llenen las calles de colas de personas con cajitas de metacrilato (o, lo que es peor, que sufran en silencio y soledad su miseria) mientras ellos siguen legislando para que el grueso de la riqueza, lo detente una minoría de miserables sin corazón.




7 comentarios:

  1. Me recuerda tu relato a uno que titulé El Sistema, creo que ahí en el sistema están todos los males de esto desequilibrado e inhumano mundo en que vivimos.
    Un abrazo Ani

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    1. En el fondo Javier, todos decimos lo mismo. Bueno, en realidad, nos cansamos de decir lo mismo pero aunque parezca mentira, todavía hay mucha gente que no quiere ver ni oír nada que no tenga que ver con su propio destino. Lo triste es que el destino que nadie quiere para sí, cada día abarca a más personas. Y lo bueno, que tal vez de todo esto, salga un ser que haya evolucionado a mejor. Besitos

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  2. Me gusta mucho tu entrada, Ana, tienes razón, tendríamos que rebelarnos, no comprar en esos lugares de tipejos como Roch, ya que no nos dejan otra cosa, hacernos objetores en consumo, y dar la espalda a esa sociedad consumista para la que la paz y el amor no son sino eslóganes comerciales para vender más, aunque cada día seamos más los que con cajitas de metacrilato o a través de la red tenemos que recurrir a la solidaridad de los demás, porque no podemos sobrevivir. Un abrazo

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    1. Mi madre siempre decía: un grano no hace granero pero ayuda al compañero. Lo cierto es que muchos granos hacen granero y que cada uno tenemos en nuestra mano aportar ese grano o guardárnoslo sin darnos cuenta de que en nuestro bolsillo es donde un grano no nos sirve absolutamente para nada. Ni a nosotros ni a la sociedad. Besitos y mucho ánimo. Celebro que tu situación personal te de una pequeña tregua. Ya sabes dónde me tienes. Besitos

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  3. Decirte que me he emocionado seria poco. Gracias en nombre de este buen hombre de la cajita, en el nombre d´es Taronger que tanto tiene que agradecercerte, en nombre de toda la gente de buena fe, que es muy poca lamentablemente.

    Cierto que el fallo del sistema es a todo nivel, pero sigue existiendo una ceguera inmensa en los que lo sostienen. Mira a tu alrededor y veras como los borregos siguen en masa consumiendo, al tiempo que enaltecen el consumismo como una competición. a ver quien tira mas comida estas fiestas, a ver que "buenos" son los niños qe merecen un gran regalo, a ver que vestido estrenaran en nochevieja....

    Al contrario que tu, yo no creo en la caridad, sino mas bien en la solidaridad, este hombre de la cajita merece recibir lo que probablemente a dado, seguro qe el sudor de su frente pago los estudios de muchos niños, medicos con su cotización cuando trabajaba... no merece caridad, sino solidaridad. Y ademas me atreveria a pedirte que le dieras algo mas que unas monedas, le dieras un abrazo que en ocasiones es mas necesario que el pan. Desde el lugar de quien como el se ve obligada a limosnear para su pequeño grupo de personas, te aseguro que el Amor, el apoyo, el simple abrazo alimenta tanto como el pan.

    Gracias Ani por ser como eres, Te queremos

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  4. Tu insistes en que no es caridad pero yo creo que sí lo es.

    Solidaridad es otra cosa bien distinta para mí. Es ese sentimiento que nos hace ponernos en el lugar del otro en cada momento y unirnos para lograr que cada ser humano tenga, como mínimo, lo que nosotros creemos necesitar para sentirnos bien. Sin tener que depender del capricho de que alguien te quiera o no dar unas monedas que necesitas para sobrevivir.

    Y sí, Frana, llevas toda la razón. Nunca encuentro el momento de abrazarle, primero porque voy siempre con prisa, segundo, porque soy muy tímida y tercero, seguro que egoístamente, para no sufrir.

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