jueves, 1 de marzo de 2012

UN TRABAJADOR, OTRA EPOCA


Os voy a contar hoy la historia de un trabajador: mi padre.


Empezó a trabajar en la barra de un bar cuando apenas tenía 14 años; su hermano ya lo hacía con doce recogiendo vasos porque en casa de mis abuelos eran 7 bocas y francamente, resultaba difícil poder llevar algo que poner en la mesa. 
Estando recién casado, emprendió una pequeña aventura migratoria hacia Bilbao -intentando huir de ser camarero toda la vida- pero coincidiendo la falta de trabajo con las malas condiciones de vida de pensión con derecho a cocina, mi madre quedó embarazada y decidieron volver a casa; allí tampoco las cosas estaban nada fáciles.
Ambos pensaron qué dónde comían dos, comerían tres pero tuvieron la dicha de que en tan sólo año y medio, dios les bendijera con tres hijos, mis dos hermanos mellizos y yo. Y dónde pensaban que iban a comer tres, hubo que alimentar a cinco. Ni qué decir tiene que al no haber métodos anticonceptivos, su vida sexual debió sufrir un considerable deterioro; pero eso es otro cantar.
Mi padre volvió a trabajar de camarero y, como era lo único y lo mejor que había conseguido aprender a hacer, cuando regresó convirtió este trabajo en su profesión.
Afortunadamente, en aquellos tiempos había todavía empresarios con dignidad que conocían perfectamente como sacar adelante una empresa y uno de ellos le ofreció justo el doble de lo que ganaba por irse a trabajar con él a su empresa, en calidad de encargado.
Mi padre no tenía otra motivación que sacar a su familia adelante por lo que consideraba a esta empresa que le ofrecía esa posibilidad como su propia empresa. Trabajaba todos los días de la semana excepto los miércoles, y ello siempre y cuando no faltase alguno de sus compañeros por enfermedad o por cualquier otra circunstancia, en cuyo caso, podía pasarse meses sin librar; vacaciones unos días en noviembre, el resto las trabajaba; 10 horas diarias, 11, 12, las que hiciera falta con tal de que su empresa obtuviera beneficios. Ello se traducía en un sobre extra (en negro, por supuesto), con el que mi padre fue intentando conseguir un poco de dignidad para nuestro futuro y para su jubilación. El era quien ponía y quitaba los escaparates, quien preparaba los pedidos, quien hablaba con los proveedores, amen de atender la barra con profesionalidad y amabilidad. Trabajaba sin descanso y con ilusión porque, en realidad, sentía que trabajaba para él. Jamás le vi cobrar a ningún familiar ni invitar en su trabajo, siempre les pedía a sus compañeros que nos cobraran y quedaba con quienes iban a verle fuera de su empresa para poderles invitar con su dinero. Ni que decir tiene que yo me di realmente cuenta de que tenía un padre, cuando murió mi abuelo.
Cuando empezaron a construirse viviendas de protección oficial, a mi padre se le presentó la oportunidad de conseguir lo que nunca sus padres hubieron conseguido, que fuera suya la vivienda en la que quería vivir. Pasar de vivir de alquiler en una casa que tenía un retrete en el rellano de la escalera, no dentro de casa  (eso lo he vivido yo) por vivir en un piso de 79 metros cuadrados, tres habitaciones, calefacción, baño ¡con bañera y todo!, etc. Creo que os lo podéis imaginar.
Sin embargo, él, que no era dado a las aventuras, (era de los que prefería tener seguro el sustento de su familia por más que pasase toda su vida pensando en montarse por su cuenta) no se atrevía a dar el paso de meterse en semejante gasto sin tener nada más que su trabajo como respaldo y tuvo que ser su jefe quien le animara y le convenciera de que no dejara pasar esa oportunidad, ofreciéndose a ayudarle si fuera preciso. Si mi padre ya consideraba su empresa como propia, el siguiente paso fue considerar a su jefe casi como a un padre.
Con la buena suerte que le caracterizaba, el promotor de los pisos desapareció con el dinero y entre todos los vecinos tuvieron que constituirse en cooperativa para poder terminar la construcción y poder entrar a vivir. El entonces Ministro de la Vivienda, les entregó las llaves en el que sería, probablemente, uno de los días más felices de su vida como atestiguan las fotos que aun conservo.
Pero la edad no perdona y el jefe de mi padre, un buen día, falleció. No se cómo describiros la sensación de ver a mi padre llorando como un niño aquel día.
Lógicamente, las empresas que su jefe, sus compañeros y el mismo habían levantado codo con codo, la heredaron los hijos del jefe. Todo lo que su padre había conseguido con el sudor de sus trabajadores y con su trabajo, se lo repartieron entre los tres y la cafetería en la que trabajaba mi padre, pasó a manos de uno de ellos.
Para entonces, mi padre ya iba siendo mayorcito, pues la edad tampoco perdona. Entonces empezaron los tiempos de los  emprendedores, de la revolución en el mundo de la empresa; los escaparatistas, el marketing, los cursos  y por supuesto, los nuevos tipos de contratos con ayudas por contratar a jóvenes, la mano de obra barata de los inmigrantes, etc. etc.
En resumen, mi padre para su nuevo jefe ya no suponía una ayuda, sino una carga. Como para entonces había consolidado los derechos económicos (que no legales) que su padre le había concedido, pensó que ya no era rentable para su empresa y comenzó a prescindir de él y a hacerle sentir cada día más inútil, más inservible y más viejo, hasta el punto de que, por miedo a que terminase con una depresión, entre toda la familia conseguimos convencerle para que dejase de trabajar. Pero, como no había llegado a cumplir los sesenta y cinco años (tenía tan sólo 62), ello se traducía en una pensión mínima reducida en un tanto por ciento que apenas le permitiría hacer frente a los pagos que había de afrontar. 
Dado que su jefe estaba deseando librarse de él, finalmente llegaron al acuerdo de despedirle. Un despido improcedente pactado del que mi padre no se llevó ni una peseta. Lo único que consiguió a cambio fue cobrar del paro hasta completar su jubilación para que su pensión no se viese recortada. Tengo que deciros de paso que la mayoría de quienes habían trabajado codo a codo con mi padre, también se vieron obligados de una u otra forma a dejar la empresa viéndose sustituidos por otro tipo de personal, nula o escasamente cualificado y básicamente temporal en función de las condiciones económicas más favorables que el Estado ofreciera.
Mi padre falleció a los 65 años, víctima de un cáncer. Esta fue su vida y también la mía. No voy a plantear ni moralejas ni conclusiones. Sólo quería contaros una historia que me duele profundamente y que es real y también rendir un homenaje a mi padre y a todos esos trabajadores que, como mi padre, nunca heredaron la empresa, ni disfrutaron de los derechos que la Ley les otorgaba y que levantaron este país.
Espero que la lectura la hagáis vosotros y como no me puedo callar aunque lo intento, reivindicar la dignidad en el trabajo y la dignidad de los trabajadores, porque por encima de todo, somos personas, seres humanos.

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