Ayer
recorrí las tierras de la desolación. Miles de hectáreas arrasadas
por el fuego entre los pueblos de Altura y Alcublas. Allí dónde
hace apenas 15 días el verdor emergía de la madre tierra y la
naturaleza tenía vida y poder, hoy apenas queda nada más allá de
madera quemada, suelo cubierto de ceniza y vacío; un profundo y
doloroso vacío. El negro de la desolación ha sustituido al verde de
la esperanza sin que podamos hacer ya nada por evitarlo.
Tal
vez, la tristeza que me produjo aquel macabro espectáculo ha
provocado que hoy me sienta menos optimista de lo que debiera pero no
puedo quitarme de la cabeza la comparación de aquella desolación
con la realidad que nos está tocando vivir.
Lo
que un día fue una sociedad que emergía hacía el futuro con la
esperanza de un mañana mejor tras años de dictadura y opresión, se
encuentra hoy en día, bajo mi punto de vista, en claro peligro de
extinción.
La
igualdad y la justicia, riego y alimento de la democracia, cada día
escasean más; el egoísmo de unos pocos que pretenden acaparar el
dinero y el poder, está dejando que la prosperidad se seque a la
espera, tras el desastre, de apoderarse de las ruinas y levantarlas,
eso sí, cuando ya sean de su propiedad y la poca vida que quede en
pie esté sometida a su servicio; quienes deberían prevenir los
desastres y proteger nuestras vidas están a las órdenes de los que
anhelan que todo se incendié a sabiendas de que, si esto sucede, al
menos para ellos habrá alguna que otra tonelada de madera quemada.
Y
los humildes ciudadanos, la naturaleza misma de esta sociedad,
anclados en el suelo soportando los azotes de los vendavales
políticos y económicos; quemados ya por el sofocante infierno de la
sequía y arrasados muchos de ellos por el fuego cruelmente provocado
a sus espaldas; desorientados, sin encontrar la salida; prisioneros
de las leyes que un día debieron servir para protegerles del fuego
pero que hoy les niegan el agua que por justicia debería provenir de
su soberanía y les cierran cualquier posibilidad de moverse bajo
amenaza de que, si algún bosque pretende sacar sus raíces de la
tierra, corre el peligro de ser arrasado por sus brigadas forestales.
Y
nosotros, los pobladores de los bosques, incapaces de darnos cuenta
de que tanto los pinos, los robles o los alcornoques, como las
retamas, la maleza, las amapolas e incluso los cardos, formamos parte
de esa misma naturaleza; incapaces de interiorizar que sólo con la
solidaridad y moviéndonos todos juntos, al mismo tiempo, unidos como
eslabones de una misma cadena, podríamos hacer un cortafuegos lo
suficientemente grande como para poner a salvo esa naturaleza, la
propia naturaleza, la esencia de la vida y la vida misma.
Pero
esta unión no puede hacerse desde el egoísmo ni desde el interés.
Cada árbol, cada planta, no debería intentar que él o su especie
no sea pasto de las llamas y unirse a otros para evitarlo. Deberíamos
comprender que todas y cada una de las plantas tienen el mismo
derecho a sobrevivir; que todos y cada uno de nosotros, todos y cada
uno de los seres que formamos este ecosistema, nos necesitamos para
mantener el equilibrio y la vida.
Solo
desde la solidaridad y la conciencia de que nuestra esencia es sólo
una y desde el convencimiento mutuo de que no sólo tenemos el
derecho sino también la obligación de defenderla para el bien de
todos, conseguiremos evitar un siniestro que, por global, podría ser
fatal para la supervivencia en este mundo. Porque cuando el incendio
empieza, se propaga a gran velocidad y arrasa todo lo que encuentra
en su camino.
Por
mucho que les pese a aquellos que pretenden adueñarse de nuestra
naturaleza, de nuestros bosques o de sus cenizas, la tierra no tiene
dueños y todos los seres humanos que la habitan tienen el mismo
derecho a sobrevivir en ella.
No
se si me habéis entendido aunque supongo que sí. En el fondo sólo
quería deciros que mañana estaré en las manifestaciones
convocadas, no porque me hayan quitado la paga extra, sino para
defender la justicia y la democracia antes de que el egoísmo, el
capitalismo, el neoliberalismo o como quieran llamar a este atropello
contra los seres humanos arrase cualquier vestigio de supervivencia
digna en nuestra sociedad.
Y
si por una de aquellas llegamos a ser muchos, muchísimos, una
mayoría, los que llenamos las calles de lucha, y aún así no
conseguimos nada, muy probablemente, con uno de los moscosos que me
quedan, el día 25 de septiembre estaré en los alrededores del
Congreso exigiendo la restitución de la justicia, la igualdad y la
democracia en este país para nosotros y desde allí para el resto de
los hermanos de este planeta.
Muy buen articulo.
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