Era
prácticamente un bebé cuando se inició en esos menesteres del
aprendizaje y de la escuela. Su familia, humilde, necesitaba más
aportación que el sueldo del padre por lo que su madre trabajaba
haciendo labores para las monjitas y éstas cuidaban de sus niños en
el Hospicio Provincial. Sus hermanos, mellizos, año y medio mayores
que ella, asistían a las clases de infantil; sin embargo ella tenía
que quedarse en aquello que llamaban “la cuna”. Pero aquel bebe
no quería separarse de sus hermanos y lloraba sin cesar así que la
monjita de la cuna optó porque le colocaran una sillita al lado del
pupitre de sus hermanos, poniéndole como única condición, quedarse
“calladita” y sin llorar.
A
esa edad, la chiquilla era una esponja. Al no tener otra distracción
que escuchar las explicaciones de la profesora, pronto aprendió todo
lo que allí se enseñaba. Tanto fue así, que cada vez que empezaba
un curso escolar nuevo y le ponían en la clase de su nivel, no
tardaban en reconocer que ese ya no era su sitio y la volvían a
pasar a la clase de nivel superior para que pudiera seguir
aprendiendo. Así fue pasando la etapa infantil hasta llegar a la
Educación General Básica en la que esto, legalmente, ya no se podía hacer. Así
que, la ventaja adquirida, únicamente le sirvió para terminar dicha
etapa escolar sin esfuerzo y para conseguir "fácilmente", sin apenas
estudiar, el Graduado Escolar con la calificación de “Notable”
(los trabajos manuales y la Educación Física, no eran su fuerte,
todo hay que decirlo).
Tras
esa etapa llegaba -por aquel entonces- el momento trascendental de
decidir como continuar su andadura personal.
Existían
tres opciones:
- Dejar de estudiar.
- Estudiar el Bachillerato y el C.O.U. (curso de orientación universitaria) para poder acceder a estudios Universitarios.
- Estudiar Formación Profesional, dependiente aun del Ministerio de Trabajo, en cuyo caso:
- Si se superaban los dos primeros años de formación, la titulación obtenida equivalía al título de Graduado Escolar pero aportaba además una cualificación profesional dependiendo de la titulación elegida.
- Si se superaba el segundo ciclo de tres años, se obtenía una Titulación de superior cualificación profesional, equivalente al Bachillerato, y no era necesario cursar el C.O.U. para acceder a estudios universitarios, siempre que aquellos estuvieran relacionados con la misma especialidad profesional.
Por
aquella época, la Formación Profesional estaba muy desprestigiada;
lógico si tenemos en cuenta que para acceder a ella no era necesario
haber superado el Graduado Escolar y que, dado que hasta los 16 años
no se podía acceder al mercado laboral, servía para entretener e
intentar sacar de las calles a quienes decidían dejar los estudios y
ponerse a trabajar; por entonces un número considerable de jóvenes
mayoritariamente de clase trabajadora.
Una
remodelación de la enseñanza -con la que, entre otras cuestiones,
se pretendía sacar la Formación Profesional del Ministerio de
Trabajo y pasarla al Ministerio de Educación- trajo consigo una
importante campaña de promoción por los Colegios para ofrecer,
también a los buenos estudiantes, la doble oportunidad. Desde
luego, en su clase fue todo un éxito, ya que, dado que no todo el
mundo podía permitirse cursar estudios universitarios –y aun menos
si no los había en su localidad-, les abría las puertas al mercado
laboral al tiempo que no se las cerraba para poder acceder a
posteriori a dichos estudios si las circunstancias eran favorables.
Sus
hermanos ya habían demostrado con creces que no tenían vocación de
estudiar, de manera que ella era la única esperanza que le quedaba a
su padre de poder dar a sus hijos una carrera (teniendo en cuenta la
dura vida de trabajo que él llevaba y la vida más acomodada que
lógicamente disfrutaban quienes tenían una titulación).
Pero,
dando a su padre el primer mayor disgusto de su vida (luego vinieron
más, claro está) optó por ir a lo que creyó más práctico.
Viendo que los amigos que dejaban los estudios no pasaban de trabajar
en fábricas como peones, como camareros, albañiles, etc. etc.,
pensó que poder obtener una titulación administrativa le podía
servir para conseguir un trabajo con un poco más de dignidad y sin
tener que renunciar, por supuesto, a aspirar a una titulación
universitaria.
Así,
con esa ilusión, estudió durante tres años; hasta 13 asignaturas
en alguno de aquellos cursos: mecanografía, estadística,
contabilidad, informática, cálculo mercantil, matemáticas
financieras, etc. etc. (muchas ya ni las recuerda) además de las
clásicas y comunes:, Inglés, Religión -la Ética existía ya,
pero en aquel centro no se impartía-, Educación Física, Ciencias
Naturales, Ciencias Sociales, Lengua... Lógicamente éstas últimas,
no con la profundidad con la que se cursaban en el Bachillerato.
Aquellos
años -que correspondieron a la etapa vital de apertura al mundo
adulto; la adolescencia; la ignorancia y desconocimiento de la
realidad a la par que el descubrimiento de todo un abanico de nuevas
posibilidades- los recordó siempre con un cariño muy especial; lo
pasó realmente bien. Está claro que no deja de ser una época que,
a poco que cualquiera de nosotros lo intentemos, todos somos capaces
de idealizar. Poco imaginaba que en ella, se estaba jugando su
futuro.
El
grupo en el que estudiaba, reclutado en los Colegios Públicos en
parecidas circunstancias -incluso algunos, también en los Privados-
era un grupo muy capaz y sin duda un grupo especial y espectacular
para el Centro y para los Profesores. Así, entre unos y otros,
impulsaron una “Revista” que fue la envidia del resto de los
Centros de la ciudad que dependían del Ministerio de Educación.
Tanto fue así que enviaron ejemplares a diestro y siniestro para
presumir de la fantástica labor que en la Formación Profesional se
realizaba.
Pero
como no es oro todo lo que reluce, en el Centro había también
ciertas deficiencias (podías sacar un sobresaliente en informática
y no haber visto en tu vida un ordenador, por ejemplo) y ciertas
críticas a determinados sectores del profesorado, etc. etc. Todo
ello cosas muy normales en una enseñanza de ese nivel. Así que,
dado que los alumnos habían hecho realidad la revista como su medio
de expresión en el Centro y no como propaganda de éste, en uno de
los números optaron por hacer el artículo de la Editorial
enumerando algunas de aquellas cosas con las que no estaban de
acuerdo y aquellas otras que consideraban que se debían cambiar o
mejorar.
Por
supuesto, los responsables del Centro no podían permitir que, fuera
de él, se conocieran las vergüenzas, o no vergüenzas, o lo que
simplemente era la opinión de los alumnos. Y ahí fue donde se cayó
con todo el equipo.
Era
reivindicativa, todo hay que decirlo, y también por eso mismo la
delegada de clase. En determinadas circunstancias había demostrado
tener cierta facilidad de expresión escrita, por lo que sus
compañeros le encomendaron que fuera ella la que redactara el
editorial y, previa firma unánime de todos los que participaban en
la confección de la revista -que tonta del todo, no era- se presentó
como tal "Editorial" para el siguiente número.
Ya
no recuerda si se publicó o no. Lo único que recuerda es que fue
llamada al despacho del Jefe de Estudios. Éste, no sólo la acusaba
de incitar a la rebelión, sino que también la amenazó con que la
próxima vez que lo hiciera, sería expulsada del Centro.
Para
entonces le había sobrado tiempo para darse cuenta de que los
números no eran lo suyo y que aun terminando los 5 años de
Formación Profesional, a las únicas carreras a las que podía
acceder directamente -sin pasar por el C.O.U.- eran empresariales y
económicas, con lo que, descartadas estas opciones, le quedaban
todavía tres años más -los dos últimos del segundo ciclo de F.P.
más el dichoso C.O.U.- para llegar a la universidad (y eso contando
con que en la Formación Profesional hubiese recibido la necesaria
formación en las asignaturas generales como para acceder a una
carrera de letras en las mismas condiciones que quienes lo habían
hecho a través del bachillerato de letras).
Así
que pensó que antes de que la echasen, mejor irse y dar un giro de
180 grados a su futuro académico. Aprobaría las dos asignaturas que le
habían quedado pendientes en septiembre y se matricularía en
Bachillerato. Eso sí, nocturno, porque ya tenía 17 años y lo de
pasar a tener compañeros de 15, no le terminaba de convencer. No en
vano, a esas edades la diferencia de madurez es bastante
significativa y, en general, ella se consideraba ya bastante madura.
Por
Ley, con los dos primeros años de Formación Profesional se pasaba
directamente a 2º de Bachillerato, si bien con las asignaturas
pendientes de 1º que no se pudieran convalidar. Eran convalidaciones
oficiales por lo que, en septiembre, una vez aprobadas aquellas
asignaturas pendientes (más que nada por el orgullo de no dejar el
curso sin terminar), acudió a matricularse con total tranquilidad.
Pero parece que la suerte, no estaba de su parte. El Jefe de Estudios
que había allí, se empeñó en ignorar lo que le reivindicaba. ¡No
iba a saber más una cría que todo un Jefe de Estudios! y se negó a
matricularla en 2º.
Como
el plazo terminaba ese día y no tenía tiempo de demostrar que
llevaba la razón, no le quedó más remedio que acudir corriendo con
toda la documentación al Instituto diurno para ver si allí tenía
más suerte. No podía permitirse el lujo de perder un año más.
Ni
que decir tiene que se matriculó en 2º de bachillerato; con
compañeros de 15 años, dos asignaturas pendientes (dibujo y música)
y una -gran, no- grandísima indignación. Ni tan siquiera consiguió
que le convalidasen la asignatura de “Hogar” -que entonces se
llamaba así una absurda asignatura en la que tan pronto se cosía
como se hacía un presupuesto familiar; y eso aun teniendo
conocimiento de que en otros Centros de España se podía cursar
alternativamente “Mecanografía”-, por lo que sentía la terrible
frustración de que los tres años cursados en Formación
Profesional, de muy poco le habían servido de momento. Para
entonces, ya recordaba demasiado a menudo el consejo de su padre de
que hiciera Bachillerato y no F.P.
Tampoco
creo que fuese justo pensar que no era lo suficientemente sociable,
si dijese que no fue capaz de adaptarse a esa vida estudiantil; tan
solo encontró refugio en las compañeras “re-repetidoras” de su
misma edad que además, ya antes, eran sus amigas.
Desde
aquel momento, no tuvo más objetivo que concluir con el menor
esfuerzo posible ese año académico para matricularse en tercero en
el Instituto nocturno, pues ya iba teniendo una cierta edad y
aspiraba, además, a poder dedicarse por el día a trabajar para
disponer de un algún “dinerillo” para sus gastos.
Como
sólo podía pasar a tercero con dos asignaturas pendientes, aprobó
todas las asignaturas de Segundo de Bachillerato -algunas incluso con
buena nota- excepto tres: Dibujo, que se le daba fatal; Música, que
entendía que no necesitaba cursar porque en el nocturno se cursaba
en 3º (ambas se impartían en las clase de primero y la tontería de
los niños de 14 años era ya demasiado para ella) y matemáticas,
que siempre fue su asignatura más odiada.
Creyendo
tener los deberes hechos, acudió de nuevo a matricularse en el
Bachillerato nocturno. ¡Sorpresa! No podía pasar de curso con tres
asignaturas pendientes.
- Pero, por favor -suplicaba- ¡No
se dan cuenta de que es absurdo! Si música se cursa en tercero, sólo
tengo dos asignaturas pendientes.
- No, tienes tres asignaturas
pendientes y con tres asignaturas no se puede pasar de curso, lo dice
la Ley.
- ¿Puedo recuperar la música de tercero?
- No, porque estarás matriculada en segundo.
- ¿Pues entonces?
- ¿Puedo recuperar la música de tercero?
- No, porque estarás matriculada en segundo.
- ¿Pues entonces?
Pues
entonces estaba claro. A repetir segundo. En diurno sí tenía tres
asignaturas pendientes por lo que no podía pasar a tercero. Como
volver a pasar otro curso entre niños de 15 años (cuando ya contaba
18), estaba por completo descartado, se matriculó otra vez en
segundo, esta vez en el Instituto nocturno.
Y
allí estaba, repitiendo 2º de Bachillerato; las mismas asignaturas
que tenía aprobadas -menos dibujo de primero y matemáticas que era
la única de segundo que había suspendido-, pero ahora, todavía más
llena de rabia, de indignación y sí, porque no decirlo, de
aburrimiento -el nivel era considerablemente más bajo- y con la
motivación de hacer una carrera, cayendo, literalmente, “en
picado”.
Entonces
apareció una tía suya y le preguntó que por qué no preparaba
oposiciones.
- ¿Oposiciones? ¿Eso qué es?
- Pues te preparas un examen y si lo apruebas, trabajas para el Estado en una oficina. El único problema es que no te podrás quedar aquí, tendrás que ir a la ciudad dónde te destinen porque aquí no suelen salir plazas; pero el trabajo es fijo hasta que te jubiles y además podrás hacerlo con 60 años y 40 de servicio.
¿Por
qué no probar? Al fin y al cabo, había dedicado tres años de su
vida a prepararse para el trabajo administrativo. ¡Se podía
intentar!.
Una Academia para prepararse:
- ¿Qué titulación se requiere?
- Graduado Escolar.
- Mira que yo soy Auxiliar Administrativo y tengo un título que lo acredita.
- Ya, muy bien. Pero aquí hay que saber escribir a máquina muy deprisa y aprenderse un temario.
- O sea, pagar, teclear y estudiar.
- Así es.
Bueno,
¡pues como todos los demás!; como todos aquellos que salieron del
Cole con su Graduado.
¡A
prepararse!
Felipe
González no creó 800.000 puestos de trabajo como prometió pero al
menos sacó 8.000 plazas del “Cuerpo General Auxiliar de la
Administración del Estado”.
A
la primera: ¡Bingo! ¡Ya era funcionaria! Tenía trabajo y sueldo
¿para qué estudiar? Y comenzó su vida laboral.
Pero,
una vez más, no era oro todo lo que relucía. Ahora había pasado al
estatus de funcionario; aquellos de quienes tan mal se hablaba,
aquellos que trataban tan mal a los ciudadanos y que no querían
trabajar.
Claro
que así no era ella. Así no tenían porque ser todos los
funcionarios y por supuesto, lo iba a demostrar.
Primer
destino: una Dirección Provincial en una pequeña ciudad. La mayoría
de las competencias habían sido transferidas a las CCAA. Allí sólo
quedaban cuatro cosas residuales que tramitar y podía pasarse horas
y horas sin un triste papel que llevarse a las manos; eso sí, dentro
de una oficina, de lunes a viernes, 7 horas y media diarias que había
que fichar, y un sábado cada tres.
El
sueldo también era escaso pero eso entonces no era importante. Lo
importante era poder trabajar, sentirse realizada, demostrar su
capacidad y su valía.
Pero
nada de nada. Mendigaba faena por los rincones; solicitaba comisiones
de servicio en oficinas de empleo dónde decían que nadie quería
estar pero no se las daban; echaba instancias a todos los concursos
pero como llevaba poco tiempo, tampoco le daban ninguna de aquellas
plazas; incluso hizo una sustitución de un permiso de maternidad, al
margen de los procedimientos establecidos, gracias a una jefa de otra
sección, de otro Ministerio, que estaba ubicada en su misma planta
y a la que había ayudado en diversas ocasiones, sólo por poder
trabajar. Porque en aquella Dirección Provincial sí había trabajo.
Podía
haber aprovechado el tiempo perdido para estudiar pero ¿a cuento de
qué? ¿Estaba bien estudiar en el horario de trabajo?. Ella creía
que no. Y no había aprobado una oposición para seguir estudiando,
menos aún si no se le reconocían los derechos pisoteados.
Así
que como había dejado Segundo de Bachillerato sin terminar pero ya
no era una cría de 17 años sino una funcionaria de 20, removió
todos los papeles para conseguir que le reconociesen que tenía
derecho, al menos, a cursar tercero de B.U.P.
Y
lo consiguió ¡Vaya que si lo consiguió! Pero esta vez en el INBAD,
Instituto Nacional de Bachillerato a distancia).
Sí,
lo había conseguido pero había pasado ya la primera evaluación por
lo que tenía que examinarse de las recuperaciones de las asignaturas
pendientes de cursos anteriores y de todas las de tercero y además
preparar la segunda evaluación de las mismas. Y todo ello a
distancia y cuando estaba a punto de casarse. Una vez más decidió
que así no lo podría hacer y nuevamente renunció a conseguir la
titulación.
Cuando
llevaba cuatro años en aquella Dirección Provincial, muerta de
asco, de aburrimiento y de indignación (una vez más); cuando
conocía todos los embarazos y partos de todas las compañeras de la
planta, todas sus recetas de cocina y todas sus rencillas, decidió
que no podía soportarlo más y que tenía que salir de allí. Pero,
¿qué podía hacer? Renunciar a su plaza y buscar trabajo en una
fábrica, en un bar o limpiando en una casa, no le parecía justo
después de todo.
Un
día -de tantos de aquellos largos días de aburrimiento- que se
encontraba en el trabajo recuperando horas (¡ya ves tu!) se dio una
vuelta por la planta baja y vio el “tablón de anuncios”. Cómo
no tenía nada mejor que hacer, se dedicó a leer lo que había
publicado. Entonces vio que se convocaban 5 plazas de Auxiliar
Administrativo para el Ayuntamiento. Se le abrieron las puertas del
cielo. Si aprobaba, podría salir de allí.
Nadie
daba un duro por ella. Es más, todos trataban de desengañarla: “En
el Ayuntamiento todas las plazas están dadas; que si son para los
interinos; que si son para los enchufados”.
Pero
no escuchaba. Había decidido que con una sola plaza que no estuviera
dada -como decían- esa, sería para ella.
Cambió
sus horarios para no tener tiempo para distraerse, pues estaba recién
casada y era aun muy joven -tan sólo 23 años- y todavía pensaba
demasiado en divertirse.
Estudiaba
toda la noche. Acudía a la oficina por el día y dormía por la
tarde. Preparaba con ahínco aquel examen de temas con un libro del
“Cuerpo Administrativo” -que le habían prestado- en vez de con
el de “Auxiliar” y sin tener claro -ni siquiera- si podría
llegar a examinarse de aquello, pues primero tenía de nuevo que
pasar la prueba de máquina (¡como si no hubiese demostrado ya que
sabía escribir a máquina con su título de Auxiliar de Formación
Profesional y con su Título de funcionario del Cuerpo General
Auxiliar de la Administración del Estado!) y los nervios eran lo que
más miedo le daba.
Y
llegó el día del examen de máquina. Imposible sentar el culo en el
asiento. Recordaba todas las horas estudiando el temario y, tan sólo
pensar en la posibilidad de que tanto sacrificio no sirviese para
nada, hacía que le temblara hasta la respiración. Estaba capacitada
de sobra pero los nervios podían jugarle una mala pasada y todo se
iría al garete.
¡Prueba
superada! No con demasiada buena nota, todo hay que decirlo, pero lo
más difícil ya lo había conseguido.
Y
estudió y estudió. No sólo quería huir de su trabajo, también
tenía que demostrar a todos los que dudaban de ella que era capaz de
conseguirlo; el examen de temas al día siguiente de su primer
aniversario de boda. ¡Cariño, este año lo tengo que pasar
estudiando¡ ¡Ya celebraremos el siguiente por todo lo alto cuando
sea funcionaria del Ayuntamiento, que allí se gana más!.
Y
se examinó y, cómo casi siempre que terminaba un examen, su primera
impresión no fue muy buena; se exigía tanto que nunca le parecía
haber dado lo suficiente. La segunda parte del examen de temas era la
lectura. Pensó ni ir a leer. Pensó que todos llevaban razón ¡era
imposible aprobar!. Las plazas estarían dadas y haría el ridículo
leyendo un examen tan mediocre.
Pero
esta vez la fortuna le sonrió. Leía en último lugar ¡Qué podía
perder! Si veía que no estaba a la altura, con no leerlo, estaba
solucionado, así que acudió.
La
primera sorpresa fue que varios de los que se habían presentado, ni
siquiera habían acudido a la lectura (por otro lado, como ella misma
había pensado hacer); la competencia ya era menor. Fueron leyendo
uno por uno todos los opositores y cada uno que iba terminando le iba
dando más y más fuerza. ¡No lo había hecho tal mal!; no iba a
pensar que era el mejor pero desde luego, sí de los mejores, así
que, llegado el momento, agarró firmemente su examen y con voz
temblorosa, lo leyó.
¡Bingo!
¡La mejor nota! Ya iba la número uno y sólo quedaba una tercera
prueba, una redacción sobre un tema de actualidad. En este trance no
sabía muy bien que posibilidades podía haber tenido, pero habida
cuenta de que sólo quedaban seis opositores para cinco plazas, tenía
que sacar otra vez la nota mejor. Al fin y al cabo, la redacción sí
era lo suyo.
Y
la sacó. Había conseguido una plaza, “la plaza”. Nunca antes se
había sentido más feliz ni más orgullosa de sí misma. Cualquier
descripción de aquel sentimiento, creo que sobra.
Aunque
fue la primera en elegir, eligió la plaza que nadie quería: la
ventanilla de recaudación; dónde más se trabajaba y dónde más
ingrato era el trabajo, pero esta vez, no se podía arriesgar.
También es cierto que tenía una compensación económica, pero los
que iban por detrás, la mayoría interinos que conocían el percal,
no la quisieron, así que el número uno de la oposición y el número
cinco, fueron a parar al mismo sitio.
¡Y
vaya que si trabajó! ¡Y vaya que si sufrió! Y no porque el trabajo
fuera mucho sino porque quienes eran los responsables de aquello, el
Alcalde y sus concejales, sólo pensaban en el dinero y en los votos
y no en los ciudadanos ni en dar un servicio mejor. Pero bueno. Eso
es otro cantar.
Al
menos ahora trabajaba -y mucho- y además lo hacía con dignidad.
Cuando oía a todas esas personas criticar a los funcionarios, sentía
que no iba con ella. Se ganaba bien lo que le pagaban y lo hacía lo
mejor que podía y sabía, dijeran lo que dijeran los demás.
Sin
embargo, seguía teniendo una “espinita” clavada en el corazón.
Aunque se había superado y había mejorado su situación personal y
laboral; aunque era Auxiliar del Estado y de la Administración Local
y a pesar de todas las horas que había pasado estudiando desde que
con tan solo 13 años había obtenido el título de “Graduado
Escolar”, esa era la titulación más alta que tenía. Seguía con
el mismo nivel de titulación que había conseguido con tan solo 13
años.
Tenía
que avanzar. Sentía que podía más y que merecía más y con la
edad que tenía ya, se le abría una nueva puerta: el Acceso a la
Universidad para mayores de 25 años. Y allá que se matriculó.
Haría Literatura, pues le apasionaba escribir.
Y
en ello estaba cuando un buen día descubrió que ¡estaba
embarazada! Todo su universo cambió. Todas sus expectativas
cambiaron. Sólo podía estar pendiente de aquella vida que crecía
dentro de ella. Sólo podía pensar en su bebe. Ni podía
concentrarse ni tenía otra motivación que estrechar a su hija entre
sus brazos. Las lógicas molestias y sobre todo el sentimiento
permanente de cansancio, le hicieron tirar la toalla y dejarlo para
mejor ocasión.
Una
vez pasada esta fase; una vez su niña ya tuvo 2 añitos, la espinita
le volvió a pinchar y volvió a matricularse por segunda vez. Pero
esta vez, ya más madura y con una boca que alimentar, pensó que la
carrera que más útil le podría resultar si algún día necesitaba
promocionar en su trabajo era Derecho. Y ¡Sorpresa! Volvió a
quedarse embarazada por segunda vez.
Se
quedaba dormida en clase. Literalmente. Se moría de vergüenza de
pensar en lo que sentirían los profesores viéndola pues -el
embarazo no se le notaba todavía- daba la impresión de que, ¡debía
aburrirse tanto! que se quedaba “frita”. Ni que decir tiene que
la hipoteca no le había permitido poder dejar de trabajar ni su
pequeña hija le daba demasiada tregua. Además, los exámenes
coincidían con la fecha prevista para el parto. Así que, una vez
más, optó por renunciar.
Pasó
el curso y la niña nació (efectivamente, la semana de los
exámenes). Y llegó el verano y estaba de baja por maternidad. Y
nuevamente la vergüenza se apoderó de ella pero, esta vez, por
haber dejado pasar dos veces la oportunidad de conseguir, al menos,
el acceso directo a la Universidad. Así que, como todavía quedaba
septiembre, se armó de coraje y se armó de motivación y se
preparó, sola en casa, a ratos, como buenamente pudo mientras
cuidaba a sus dos bebes, y se presentó.
¡Bingo!
Nuevamente lo había conseguido. Ya podía matricularse en una
carrera Universitaria. Ya podía empezar a cursar Derecho. Estaba tan
crecida y tan orgullosa que no lo dudó ni un momento y se matriculó.
Pensó que un par de asignaturas no le supondrían demasiado
sacrificio y en aquel Plan de entonces, el Plan de 1957, dos
asignaturas eran medio curso. Optó por Derecho Político y por
Derecho Natural y se puso a ello con toda la ilusión.
A
las clases, prácticamente no podía asistir; su marido trabajaba a
turnos en una fábrica -y además vendía seguros para conseguir un
poco más de sobresueldo- por lo que no siempre podía quedarse con
las niñas. Entre semana no podía estudiar porque, con las niñas y
el trabajo, no le quedaba ni un rato libre para poder dedicar al
Derecho. Así que, madrugaba mucho todos los sábados y todos los
domingos y, sola en su casa, se preparaba los primeros parciales de
aquellas dos asignaturas. Aprobó el primer parcial de político; no
así el de Derecho Natural (que no sabía ni por donde agarrarlo).
Eso sí. Estaba agotada. Cada día más cansada y menos valiente.
Renunció.
No era un buen momento. Las niñas eran demasiado pequeñas y le
requerían demasiada atención. Trabajar, cuidar de la casa, de su
marido y de sus hijas y además estudiar, se le hizo cuesta arriba y
optó por elegir. Sólo podía dejar la carrera.
Pasó
el tiempo y, por determinadas circunstancias que tampoco vienen al
caso, decidieron cambiar su residencia y marcharse a vivir a otra
ciudad. Pidió el reingreso en su plaza de Auxiliar de la
Administración del Estado. La adscribieron a una plaza básica con
el nivel mínimo (el nivel 12). Una vez más, de nada le servían
casi 15 años de antigüedad, dos oposiciones y haber llegado al
nivel 15 en la Administración Local. Eran distintas administraciones
y, curiosamente, aunque todas se suponen sometidas a la Ley de la
Función Pública, no se lo podían reconocer.
Compraron
una pequeña casita en la montaña y comenzaron una nueva vida. Su
marido se preparó unos exámenes para entrar a trabajar en su mismo
Organismo como personal laboral y consiguió una plaza de interino
pero en otra ciudad, con lo cuál se pasaba la mayor parte del tiempo
sola y a cargo de las niñas, además de tener que trabajar.
No
obstante, seguía soñando con un título universitario. Necesitaba
estudiar. Le hacía sentir bien proponerse una meta y conseguirla,
así que retomó la idea de volver a coger los libros. No obstante,
la vida le había enseñado a no hacerlo con una finalidad concreta.
No quería hacerlo por utilidad, sino por placer. Así que decidió
que en vez de estudiar Derecho, que no le atraía demasiado, pediría
que le cambiasen a Historia que le motivaba mucho más y estudiaría
por puro placer.
Pero
una vez más, las cosas no eran tan sencillas. Cómo había hecho el
“Acceso” a la Carrera de Derecho y ambas Facultades no
pertenecían a la misma Cátedra o no se muy bien por qué estupidez,
le denegaron el cambio y no le quedó más remedio que matricularse
en Derecho si quería continuar. Como la última vez se había
preparado el primer parcial de Político y de Natural, y pensando que
contaba con alguna ventaja, se armó de valor una vez más y se
volvió a matricular en las dos.
El
primer año aprobó Político pero no Natural. Pareció entender que
el que mucho abarca, poco aprieta, y decidió, el segundo año,
matricularse en una sola asignatura. Al fin y al cabo, se trataba de
disfrutar, no de sufrir y sus niñas, que todavía eran muy pequeñas,
seguían requiriéndole mucha atención. De hecho, solo podía
hacerlo, al igual que la primera vez que se matriculó, madrugando un
poco más a diario y los fines de semana para que su familia no
sufriese las consecuencias de su capricho o de su ilusión.
El
segundo año aprobó Natural. Ya tenía medio curso. Podía hacer un
gran esfuerzo y matricularse en Historia del Derecho y en Derecho
Romano y ya tendría el primer curso aprobado.
Incluso,
por aquellas fechas, recibió una carta del Decanato en la que le
decían que habían cambiado las normas y que podían acceder a su
solicitud de cursar estudios de Historia, pero con medio curso
aprobado -a lo que había tenido que dedicar dos largo años-
consideró que ya era un poco tarde para cambiar y siguió con su
intención de hacer Derecho.
Pero
para entonces, las autoridades educativas habían decidido que había
que cambiar de Plan de Estudios. El Plan de 1957 estaba ya anticuado
y se sacaron de la manga el Plan 2000.
Ahora
las asignaturas se medían por créditos. Cada curso 60 créditos; la
Diplomatura 180; la Licenciatura 300 o algo así. Créditos de Libre
Configuración; Asignaturas optativas; Asignaturas troncales... Otro
mundo, la verdad.
Y
llegó la hora del cambio y de las convalidaciones. Derecho Natural
aprobado y Derecho Político aprobado: 18 créditos. Menos mal que al
final (que no al principio) se estiraron y los dos créditos
restantes se los dejaron como de libre configuración; la moral, por
los suelos. Había pasado en un momento de tener medio curso aprobado
a tener ¿20 créditos? Estuvo a punto de mandarlo todo a hacer
puñetas pero no lo hizo y asignatura a asignatura, crédito a
crédito, siguió año tras año sumando.
No
obstante, como los sueldos de ambos eran tan pequeños que a duras
penas se podían mantener y pagar la hipoteca, tuvo que comenzar a
pensar en que iba a necesitar promocionar en el trabajo si quería
poder dar a sus hijas los estudios universitarios que ella aun no
tenía, pues en cuatro años en su puesto de trabajo, no había
podido mejorar ni un ápice. Así que optó por prepararse nuevamente
una oposición, esta vez para ascender al Cuerpo “Administrativo”,
lo que ya podía hacer una vez aprobado el Curso de Acceso a la
Universidad.
Volvió
a cambiarse las horas de sueño. Volvió a estudiar por las noches, a
llevar a las niñas al Colegio e ir a trabajar y a acostarse por la
tarde -aprovechando que su marido estaba de vacaciones- para
prepararse otro nuevo examen. Tenía que aprobar, esta vez por
necesidad económica.
Así
que, una vez más. ¡Bingo! Había aprobado, aunque en esta ocasión
no pudiera disfrutar de la victoria por coincidir con el diagnóstico
a su padre de un cáncer de pulmón que se lo llevaría, cumpliendo
al pie de la letra el diagnóstico médico, un año después.
Ya
era Administrativo. Un poquito más de dinero al mes para seguir
adelante y quien sabe si quizás para poder mejorar.
Mientras,
seguía con el Derecho. Las niñas se iban haciendo mayores y podía
ir aprovechando las horas que aquellas dedicaban a estudiar, para
estudiar ella también. Ese curso decidió coger dos asignaturas; de
una en una, no iba a terminar nunca y si quería un sueldo un poco
digno en la Administración, tenía que promocionar, una vez más,
¡al Cuerpo de Gestión!.
Aprobó
las dos asignaturas en junio, una con un sobresaliente y la otra con
un notable; 20 créditos más. Estaba pletórica. Al año siguiente
cogería 30 y pronto llegaría a los 180 que necesitaba para la
diplomatura. Luego la oposición y luego, ¡ya se verá!.
Pero
el destino volvió a jugarle una mala pasada. Ese año no iba a poder
estudiar. Su madre había enfermado de leucemia y la había tenido
que llevar a su casa porque en su localidad no había tratamiento. Y
en su casa, estaba sola; sin más apoyo de familiares ni de amigos.
Tuvo que dedicarse a ella en cuerpo y alma. Año y medio de lucha
hasta que no pudo luchar más y se fue. Pero como las desgracias
nunca vienen solas, dos semanas antes de irse ella, un sobrinito de
10 años se había ido también. Y como a esta vida no hemos venido a
pasarlo bien, a los seis meses murió uno de sus dos hermanos
mellizos dejándole el corazón hecho añicos del todo.
No
podía estudiar, solo podía llorar. Hace ya tres años y todavía lo
hace, aunque el tiempo va poniendo una distancia que le permite un
poco más de sosiego.
Después
de un año de descanso, tan pronto consiguió sobreponerse, decidió
que se tenía que volver a matricular. Los sueldos cada vez eran más
pequeños congelación tras congelación y las cosas parecía que
podían ponerse más feas. Tenía que ascender, si o sí.
Se
matriculó de dos asignaturas sin pensárselo dos veces para no
poderse arrepentir pero sí se tuvo que arrepentir. En esos tres años
que había estado desconectada, habían cambiado nuevamente el Plan
de Estudios. En esta ocasión, la escusa: la Unión Europea.
Desaparecían las Diplomaturas y las Licenciaturas pasaban a ser
Grados.
Intentó
matricularse en alguna asignatura más para intentar conseguir los
180 créditos que, en principio, era todo lo que necesitaba para
poder promocionar al Cuerpo de Gestión; pero ya no había
posibilidad de ampliación de matrícula. Aun así, estudió con
ahínco para intentar aprobar las dos asignaturas de las que se había
matriculado en junio y así poder descansar en verano y coger fuerzas
para matricularse de lo que hiciera falta con tal de que no le
pasasen al nuevo plan.
Pero
las cosas no le salieron bien y esta vez no podía responsabilizar a
nadie salvo a su propia estupidez.
Se
presentó al primer parcial en febrero de Civil III y de Penal I pero
cuando llegó a éste, le dijeron que el examen había sido el día
anterior. No podía dar crédito; después de tantos años
examinándose, ¡como podía haberle pasado eso!. Sí se había
preparado la asignatura de la que se había matriculado, pero la
había confundido con otra cuando miró la fecha del examen y, tan
convencida estaba de que era esa, que tantas veces como miró y
remiró la hora y el día, como siempre hacía, más segura estaba de
que era aquel día y a aquella hora. Pero no era así.
Se
sintió la persona más imbécil del mundo entero. Se ve que no le
pilló en uno de sus mejores momentos personales, porque se hundió.
¡Era tan grande la frustración!. No tenía nada que ver con haber
suspendido. A esas alturas eso lo hubiera aceptado con resignación.
Es que ni tan siquiera había podido saber como era el examen para
saber mejor como prepararse el segundo parcial y directamente, sin
más oportunidad, el parcial para septiembre.
Estaba
tan decepcionada que dejó de estudiar. Finalmente, como sí que
había aprobado el primer parcial de Civil, optó por prepararse en
junio el segundo parcial y de nuevo volvió a sacrificarse para
preparar también el segundo de Penal.
Aprobó
Civil sin problemas; 10 créditos más, y a punto estuvo de conseguir
aprobar Penal si no hubiera sido por una nueva estupidez. Era un
examen de test y según sus cuentas tenía el cinco pelado si no se
había equivocado en la corrección. Pero su sorpresa fue mayúscula
cuando vio que se había quedado en un 4 con algo. ¿Qué había
pasado? ¡No le salían las cuentas!. Pues había pasado que había
entendido mal como se corregía un error en la respuesta que, en
realidad no era un error aunque sí podía confundir la lectura
óptica; y lo hizo mal. En vez de corregirlo, según las
instrucciones la había anulado. ¡Cómo podía ser tan estúpida!. O
todo se estaba conjurando contra ella para que no consiguiera sus
objetivos o algo dentro de su cabeza no estaba funcionando bien.
Al
final, toda la asignatura para septiembre. Aprobó. Eso sí y otros 9
ó 10 créditos más.
Este
año tenía que apretar el acelerador al máximo si quería que no le
pasasen a Grado, así que decidió matricularse de todas las
troncales de tercero y repartir el resto de los créditos que le
faltaban por conseguir de las asignaturas optativas y de libre
configuración, entre los dos años siguientes.
Y
se matriculó. Pero cada vez que pensaba en ponerse a estudiar no
podía dejar de auto convencerse de que no le iba a servir de nada.
Tenía por delante tres años de sacrificio verdadero, nada de
estudiar por gusto, nada de disfrutar estudiando. Y empezó a sufrir
estudiando, a sufrir de verdad; sentarse a estudiar empezó a
convertirse en una tortura. ¿Y el objetivo concreto? ¿Que había
pasado con el objetivo concreto?
Que
se había ido al carajo. La crisis; los recortes en la Administración
y las políticas de privatizaciones le llevaban a pensar que a corto
plazo no iba a haber tal promoción y que si la había, iba a estar
al alcance de muy pocos.
Además,
desaparecidas las Diplomaturas y con las nuevas titulaciones de
Grado, y sobre todo con la gran inseguridad jurídica y social actual
¿quien le garantizaba que al final tanto esfuerzo fuese a servir
para algo?. ¿Y si decidiesen que para acceder al Cuerpo de Gestión
es necesario tener el Grado?. Tantas cosas estaban cambiando y tantas
vueltas le daban a todas las leyes y a todas las normas que acabó
desorientada, desmotivada y harta.
Harta,
sí. Harta de estudiar. Harta de sacrificarse. Harta de examinarse y
de que la examinasen. Harta de luchar contra corriente.
Porque
creía que merecía ser feliz, que se lo había ganado. Porque
deseaba disfrutar el tiempo que le quedase por vivir, y que no tenía
comprado, sin angustias; pobre si hacía falta, pero sin más metas,
sin más objetivos, con tranquilidad.
Quería
sacarse la espina clavada en el corazón porque sentía que, a sus
cuarenta y cinco años, no merecía la pena privarse de disfrutar de
su familia, de su casa, de salir, de ver la televisión o de
compartir sus pensamientos en el tweeter, de luchar en otros campos
donde cada día es más necesario visto el futuro que nos espera; de
aprender otras muchas cosas más bonitas que el Derecho, que al fin y
al cabo, no es más que una mentira más en este momento y en este
mundo en que vivimos.
Así
que, aun habiendo aprobado un parcial y suspendido otro en el curso
presente. Decidió concederse la libertad de ser feliz y no seguir
esclava de un objetivo que, tal vez, si al final lo lograse, le
pillaría ya demasiado mayor como para que tuviera sentido, ni tan
siquiera ya para disfrutarlo. ¿Cuantos años podría tardar en
conseguirlo? Ya, si no es “Graduado”, adiós Título ¿y la
oposición de gestión? Cuantos horas más tiradas a la basura para
seguir siendo un mierda de funcionario, vago e incompetente.
Se
rindió. Decidió que esta batalla ya no la iba a luchar más porque
quizá otras muchas batallas estuvieran aun por llegar y, a buen
seguro, seguirá luchando. Por supuesto, contra esta mierda de
sistema que no valora a las personas, para el que las personas son
solo cifras y no seres humanos.
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